VUELVEN LOS ÁRBOLES AMARILLOS...

VUELVEN LOS ÁRBOLES AMARILLOS...

Penumbra en silencio...

Penumbra en silencio...

COLORES MAGICOS EN MIS ARBOLES

COLORES MAGICOS EN MIS ARBOLES

COMIENZA UN NUEVO DIA...

COMIENZA UN NUEVO DIA...
...EN MI DESIERTO...(Erg Chebby)

lunes, 15 de febrero de 2010

El Zafariche. Cap.2







Muy lejos, una brisa fria y constante azotaba la más alta de las atalayas de la recuperada fortaleza de Lorca, donde una mirada dura y dolorida, cansada,...triste, miraba en dirección a la lejana sierra que formaba la frontera con el enemigo, donde las cuestas se empinaban, donde los barrancos se hacían cada vez más oscuros y peligrosos. Sabía que allí el sarraceno se sentía seguro, sabedor de que no lo podrían vencer. Así había sido durante decenas, cientos de años. Pero en esos momentos de honda pena, de miedo, de derrota interior, su estricta educación le hacía respirar hondo y tener fé. De niño, los monjes con los que convivió antes de que su padre lo hiciera llamar a las armas, le explicaron cómo hacía ya siglos, un cristiano incansable, luchador de fé, soldado de su patria, derrotó a las tropas moras en Covadonga, en las lejanas tierras astures. En esa época, el poder musulmán era incuestionable y desde la otra punta de la península, desde la poderosa Córdoba, su emir sarraceno, Ambassa, envió miles de hombres para aplastar a los insurrectos pastores montañeses, al mando de Al Qama. Pero recordó cómo sus maestros le recitaban, más que contar, cómo fueron vencidos. El reino Bereber de Munuza, que señoreaba en Gijón, fué derrotado y sus gentes desterradas. Hacía más de 700 años de aquello, pero aún era el alimento que movía los corazones de los reyes castellanos, aragoneses...y de sus súbditos. Tantos años de odio entre hermanos, habían conseguido que sólo el miedo fuera el alimento que hacía posible esa revolución. Sabían que nunca podrían convivir. Su cultura, gris, fria, con hondos rencores, henchida de falsos miedos y de escasas esperanzas, no había podido luchar contra el explendor y la vitalidad de la fé de Mahoma. Miles de ellos se dejaron simplemente absorver. Otros miles se convencieron de verdad, llegando a ser los más fieros luchadores contra los que antes eran sus hermanos. Pero al fin, la decadencia de la virtud mal entendida giró la rueda del destino y, el miedo que antes atenazó a las gentes cristianas hasta hacerlas sucumbir de mil maneras, ahora les hacía avanzar contra el musulmán. Infieles; así era como los llamaban a ellos, a aquel ejercito reunificado en la fé y en el interés, pero sobre todo en la fé. Una fé mucho más antigua que la de ellos, mucho más humana, mucho más rígida y manipulada, pero hasta esos tiempos, mucho menos intensa. Eso fué lo que los perdió, su debilidad de espíritu, frente a la energía de quienes, partieron de las áridas tierras africanas con la intensidad de la unión absoluta, ciegos de convencimiento.

Girando su cansado cuerpo, dejó a sus espaldas la causa de sus actuales miedos, contemplando a sus pies la fértil llanura, que se extendía de norte a sur. Hacia levante, entre las sombras de la noche cerrada, vislumbró las colinas de Purias y de Miñarros. En unas pocas horas, antes del amanecer, iba a iniciar el asalto final a aquellas ramblas. Seis meses le había costado reunir un pequeño ejército de caballeros y soldadesca de fortuna, para intentar recuperar Al-Akila, Águilas para los cristianos, la entrada por la costa de la poderosa Al-Andalus.

Aparecerían por donde menos les esperaban, por Purias, hacia el castillo de Tébar, que atacarían a mediodia, cuando desprevenidos los confiados moros, bajaban al arroyo de Chiecos a por la escasa agua que escurría entre baladres, higueras y romeros.

Luego esperarían a la noche, protegidos en la estrecha rambla del Charcón, para amanecer a los pies del cerro donde la torre mora oteaba el mar, en busca de las naos cristianas que osaban aventurarse por aquellas aguas. Ni siquiera estaba fortificada. El pequeño poblacho, no era más que unos cuantos chamizos de pescadores que malvivian a los pies de la incierta seguridad de la torre de vigilancia. La sierra de media luna que les aislaba de las tierras del interior, les protegía de las andanadas de las huestes cristianas, pues estaban fuera de las rutas directas al corazón del imperio musulman.

Sonrió para sus adentros. Iba a ser por mitad de esa media luna por donde sus soldados, los de Don Pedro de Fajardo y Chacón, cerrarían el cerco hacia el mar. Sería una empresa fácil, pero eso no hizo que dejara de pensar en su hijo. ¿Lo habría conseguido?

Cansado, pero sin sueño, quizá por la excitación contenida, bajó de la torre Alfonsina, que así la llamaban los habitantes del valle desde que el rey Sabio, un par de siglos antes, la hiciera levantar. Un traspiés le hizo casi caer; aún libre de parte de su armadura, su cuerpo agotado, se restregó contra la mureta de sillarejos bordes, casi sin labrar, que demostraban la rapidez con la que en su día se construyó, sin lujos, sin adornos, quizá por el miedo con el que el moro había arrinconado sus corazones. Apoyado un instante sobre el abocinado de la saetera mayor, vio, cercana, la otra torre, la del Espolón, con una enorme bandera multicolor, con un gran caballo blanco entre bandas de oro, gualda y azules. Su enseña, gastada y con un mástil herrumbroso, que su fiel comandante, Lucas de Zulema, compañero y amigo, infante del Señor de Ves, se apresuró a colocar en lo más alto nada más fué recuperada la fortaleza. Al llegar al pie de la muralla, donde los carpinteros se afanaban en reparar el destrozado portalón, se sintió seguro por primera vez en muchos dias, cuando al levantar la mirada vió decenas de pequeñas hogueras y sus hombres alrededor. Sus fieles soldados de ese pequeño ejército, que luchaban quién sabe por qué; por su Dios, por sus Reyes, por su Señor, por la esperanza... Allí, entre la penumbra, débiles latigazos de luz rojiza, con los que las llamas luchaban contra la oscuridad total de aquella noche sin luna, cuidaban el sueño de su soldadesca, que, sabedores de la premura de su señor por avanzar, ni siquiera montaron sus tiendas. Dormian al raso, amontonados, entre bultos de guerra, restos de comida, olores ácidos, humo, brasas en rendición y cuatro perros que rapiñaban lo que podían en silencio. Anduvo con cuidado, esquivando armas y herramientas de muerte, ropajes sucios y malolientes, hasta alcanzar su puesto de mando, donde aún varios de sus alféreces discutían cuál sería la mejor manera de proceder al amanecer. Sabedor de ser espiados por cobardes oportunistas, enfadado entró en la tienda y con firmeza, pero sin gritar preguntó:

.-"¿Por qué no se ha montado el campamento conforme a la orden de batalla, con las tiendas, guardias, puestos de avanzada y todo lo demás?. Cualquier bastardo sin imaginación se habrá dado cuenta de que partimos al manecer y estará ahora llegando a Tébar."

.-"Creimos que era mejor dar descanso a los hombres que gastar energias en todo lo demás", contestó el de Zulema con cierto aire de decepción.

.-"Da igual. Despiértame a su hora. Quiero estar subiendo Purias antes que el sol aparezca. Hemos de llegar al anochecer a ver la torre de Aguilas desde el Charcón y antes hemos de dar volete al castillo Tebar.

Nadie dijo nada. Dejaron pasar a su señor quien, como cualquiera de ellos, se tumbó sobre unas alforjas desgastadas de esas que llevaba la intendencia para guardar los sombrajos. Cayó rendido e inmediatamente cerró los ojos, dejándose abrazar por el cálido manto del sueño, que lo protegía del frio relente de aquella noche de diciembre. Ni siquiera le dió tiempo a sentir la incómoda trabazón de sus cinchas, de sus ropajes, de su espada. Nada sería capaz de alterar ese sueño de pesadilla pero reparador en el que cayó en el acto. Lejanos quejidos de los heridos de ambos bandos junto a las ráfagas de ese viento helado que, desde el sur, parecía bajar de las atalayas nazaríes, donde la nieve protegía aún más sus dominios, eran los únicos sonidos que a esas horas tejían la atmósfera del improvisado campamento. Las brasas de las estériles hogueras, incapaces de calentar a nadie, se ahogaban entre jirones de niebla que parecían helar aún más a toda aquella masa de cuerpos embrutecidos que dormian sin descansar.

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