VUELVEN LOS ÁRBOLES AMARILLOS...

VUELVEN LOS ÁRBOLES AMARILLOS...

Penumbra en silencio...

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COLORES MAGICOS EN MIS ARBOLES

COLORES MAGICOS EN MIS ARBOLES

COMIENZA UN NUEVO DIA...

COMIENZA UN NUEVO DIA...
...EN MI DESIERTO...(Erg Chebby)

martes, 9 de febrero de 2010

El zafariche. Cap.1



Un frio intenso y espeso, que calaba todas las fibras de su ropaje, cubierto por un raído jubón, testigo de mil encuentros, de mil lances, hizo que estirara el espinazo, que contuviera su aliento un momento, para hacer creer a su huesudo cuerpo, que no era real. Un sayón recio, robado de una caseta a los pies de la loma que se herguía frente al fortificado palacio, cubría todo el ovillo en el que la noche había convertido su cuerpo.
Había estado rondando al atardecer la casona de Moraima, la vieja matriarca que proveía de servidumbre al complejo entero; todas las necesidades del Rey, llegaban a sus oidos y, sin saber cómo lo conseguía, cumplía con todas las expectativas; fuertes trabajadoras, robustas amas de cria, expertas cocineras, bellas jóvenes, esclavas....
Durante horas estuvo sentado sobre sus doloridas posaderas, junto al brocal de un abandonado aljibe, observando como ausente el ir y venir de mujeres arriba y abajo, por las ocho sendas que cruzabán el barranco, el Albaicín lo llamaban. Aquel enmarañado panal de huertas, escalonadas, casi todas iguales, perfectamente ordenadas, y regadas con el abundante rebose de las fuentes de la Alhambra. Ese movimiento de sedas, que parecían llevar en vilo a esas horas los cuerpos de las mujeres, eran como querer coser los bancales con festones de colores. La vista relajada, el ánimo en pié, pero permanentemente atento. Sin embargo el miedo le erizaba el alma; era un cristiano en tierra extraña.
Ya entradas las sombras de aquella triste noche sin luna de diciembre de 1483, se deslizó cruzando el barranco encharcado y maloliente, hasta la muralla mayor, justo donde la maraña de matas, cañas y brozales era más densa.
Nadie lo vió.
Y así, dejó pasar entre ensoñaciones las horas hasta que la quietud de la noche llegó a dar miedo.
Se estiró de golpe a sentir que había llegado la hora. Al incorporarse, el sucio pañoletín con el que se había cubierto la cabeza, cayó a tierra y se enganchó en las espinas de un esteril zarzal. Maldijo entre dientes y, con rabia, arrancó la tela y la guardó en su saco de mudas. Este era un bolsón de viaje, típico en aquellas tierras entre los pequeños mercaderes de quincalla, que utilizaban para llevar firmemente pegados al cuerpo los pocos doblas y axarcos con los que compraban las mercaderías que luego revendían al menudeo.
Sin embargo él no llevaba monedas. Su alforja pesaba como un cadaver de 5 días. Una daga castellana, dos cuchillos y un guante raido de cuero recio, de su equipo de las reciente batallas, envueltos en telas viejas de lino y lana, para evitar el traqueteo. Recordó cómo ese mismo año pudo perder la vida en el asedio de Arenas, cuando la milicia de Antequera intentó tomar la fortaleza. Allí se perdieron muchas vidas y no se pudo romper el cerco. Parte de la tropa, incluido él, cansada y en busca de algo de lo que subsistir, se unió al ejército del Adelantado de Andalucía, Don Pedro Enríquez. El castillo de Moclinejo, más tarde llamado de Málaga cuando se derribaron las murallas, señoreado por el reyezuelo Muley Hacén, fue tomado y saqueado. También Algarinejo, Alhendín y al final, en Abril, Lucena; se combatió y se venció a Muley Boabdil, Rey chico de Granada. Orgullosos por la victoria, el Señor de Lucena y el Conde de Cabra, lo hicieron preso y, felicitados por los "Católicos", se prestaron a seguir con la guerra. Más tarde Huétor Tájar cae en Junio y al inicio del otoño lo hace también Algodonales y Zahara.
La Reconquista estaba llegando a su fin. Pero aún faltaba mucha sangre que derramar en nombre, como juraban ambos bandos, de...Dios.
Había recorrido muchos caminos, luchado en muchas batallas. Había sentido un miedo intenso cada una de las veces que su acero castellano, robusto pero muy pesado, se había batido con esos malditos alfanjes de hoja ancha y curva. Si acertabas a la primera, se quebraban. Pero si no, su respuesta era tan rápida, que no había caballero, soldado o esclavo cristiano que no contara con varias profundas cicatrices en sus brazos.
Pero él, había desarrollado una técnica cercana, de pontencia y agilidad, que desarbolaba el movimiento de su enemigo. En una mano la larga y pesada espada, en la otra un largo y afilado puñal de acero veneciano, que recogió de un muerto en una de las batallas en Gandía. Ya no recordaba si fué allí o en Denia. Dejó de pensar en eso cuando palpó el bulto que su compañera metálica de armas ocupaba entre sus brazos. Se sintió más seguro.
El resto de su equipaje lo tuvo que dejar abandonado entre jaras enredadas, en una de las veredas que bajaban de la montaña. Él era allí el enemigo, no debía olvidarlo.
Ató alrededor de su cuerpo el hatillo, liberó la pesada espada de su piel de lino, la admiró un instante, acariciando con sus manos ateridas la hoja, ligeramente desenvainada, donde imaginó, más que vió, las tres letras que su padre había hecho grabar hacía ya 5 años y, encinchando el correaje a su espalda, con más fé que confianza, comenzó a escalar la muralla en un pliegue que ésta forma bajo el Partal, en la zona más oscura de todo el complejo.
Aunque eran tiempos de guerra, los nasris o nazaríes se sentían seguros en su fortificada atalaya. Los pocos espías cristianos que habían vuelto de la ciudad, contaban cómo una majestuosa e imponente fortaleza, de murallas altas y robustas y torreones de vigilancia por doquier, coronaba aquella colina desde la que se divisaba todo el valle del Darro, aquella fértil huerta que mantenía abastecido al reino de las montañas. Nadie pudo entrar en la fortaleza, donde se creía que acantonaban imnumerables tropas del rey musulman. Era el sueño de conquista de los castellanos y su peor pesadilla al tiempo.
Terciaba la noche cuando mirándose las manos, sintió sus dedos agarrotados, pero decidió al fin iniciar el ascenso. Se agarró a cada uno de los salientes y grietas de la muralla y, así, asustado pero seguro de su capacidad de sufrir, comenzó el ascenso, recordando sus tres letras, JFC; Juan Fajardo Chacón.

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